La gratuidad del insulto en el fútbol

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El miércoles de la semana pasada tuve la suerte de presenciar en directo el partido de la Supercopa de Catalunya en el Estadi Municipal de Montilivi (Girona). Una de las ventajas que ofrece el silencio sepulcral de la grada en un partido de costellada es que el más mínimo detalle es susceptible de ser percibido por cualquiera que preste un poco de atención.

Como el partido no era precisamente una oda al fútbol, me fijé en el público que me rodeaba en busca de algún espécimen singular de los que siempre suele haber en un estadio. No tardé en encontrarlo: justo a pie de campo, al lado de una portería y apoyado en la valla publicitaria, había un hombre de complexión robusta, cabeza rapada y perilla que lucía una camiseta de la Senyera, con el 10 de Messi, que le quedaba muy apretada. El sujeto era el líder de un corrillo de jóvenes ataviados con banderas y lemas como “Antiperico” o “Hate RCDE”.

En la primera parte esa fue la portería que defendía el Barça, con lo que se tuvieron que conformar con comentarios del tipo “Piqué, anem a fer una partida de póker?” u “On has deixat la Shakira?”, cosa que me hizo dudar de la inteligencia de alguien que hace comentarios para descentrar al jugador de su propio equipo. Mis dudas quedaron confirmadas con el disparatado festival del segundo tiempo. El grupo de individuos la tomó con quien tenía más cerca, en este caso el lateral derecho Anaitz Arbilla. El pobre tuvo el acierto de marcar un golazo de falta en el minuto 51, con lo que pasó a ser definitivamente el blanco de todos los improperios.

A partir de ese momento sentí un fortísimo sentimiento de empatía con el ex del Rayo. Después de tener el dudoso honor de ser el jugador al que Paco Jémez cambió antes del descanso en el Camp Nou, esta era su oportunidad para resarcirse: con tan sólo un partido como titular en toda la temporada, asumió con gran profesionalidad el no siempre fácil papel de jugar un encuentro intrascendente con los chavales del B y lo hizo con un gol por toda la escuadra. ¿Cuál era el premio? El marcaje férreo por parte de unos zánganos que cuando no se acordaban de su santa madre, le tildaban de homosexual, adicto a las drogas y demás lindezas ante la mirada de un mozo de seguridad que conservaba una sonrisita incómoda y nerviosa como única respuesta a tal exhibición de Neandertalismo.

La constante repetición de esta patética escena hizo que me acordara de este momento de la temporada pasada:

El bocado de Dani Alves en el Madrigal dio la vuelta al mundo, el vídeo en cuestión fue de lo más comentado en las redes sociales y distintas celebrities no perdieron la oportunidad de hacerse la foto comiendo un plátano en señal de rechazo al racismo. Algo parecido sucedió cuando Eto’o amenazó con abandonar el terreno de juego si no cesaban los insultos racistas. Estos son los dos episodios más conocidos en clave azulgrana, pero hay muchos casos similares. Todos ellos comparten las mismas pautas: Cuando suceden todo el mundo se pone las manos a la cabeza, la semana siguiente no se habla de otra cosa en debates y tertulias hasta que se olvida el asunto y así se va repitiendo de forma cíclica.

Por eso he querido poner por escrito esta reflexión ahora que el tema no está tan candente y permite analizarlo con menos visceralidad. En opinión de quien les escribe, no se trata de un problema de racismo sino de civismo y educación.

Cuando somos instruidos por vez primera en la cultura futbolística, aprendemos que la pasión es algo inherente a este deporte y que, por lo tanto, algunos excesos están permitidos dentro de un estadio de fútbol. Así pues, mientras que en la calle nunca se nos ocurriría levantarle la voz a nadie, una vez puesta la bufanda podemos acordarnos de los ancestros del árbitro o del jugador rival sin temor a que nadie nos tome por el hermano quinqui de John Cobra. Que tire la primera piedra quien no se haya exaltado, quizás en demasía, en algún momento de tensión.

En todos los campos de fútbol existen infelices que se toman esta exaltación como el ritual de cada tarde de domingo. Son molestos y desagradables pero bueno, si estos ultras llevan nuestra misma camiseta y se meten con el chulo piscinas que nos cae tan mal, se convierten en unos Nois molt macos. Entonces hasta los toleramos e incluso nos hacen cierta gracia. Y si no, que se lo pregunten al actual entrenador del Fútbol Club Barcelona.

Así, entre una cosa y otra, aceptamos como algo normal que se cante “Shakira es una puta” en cada campo que pisa Gerard Piqué o que se escuche repetidamente “Puta Barça” en un, pongamos por ejemplo, Real Madrid-Elche. Sin embargo, nos escandalizamos cuando una cafre hace el mono para mofarse de un jugador contrario y arde Twitter hasta que la susodicha es despedida de su empleo.

Me pregunto qué hubiera pasado si, en vez de escupir todas esas abyectas ofensas sobre la madre del defensa del Espanyol, el individuo con la camiseta de Messi se hubiera referido al color de piel de algún jugador periquito. ¿Se hubiera atrevido el chico ataviado con un peto de seguridad a pedir refuerzos para echar a este impresentable del campo? Por suerte o por desgracia, la Supercopa de Catalunya consta tan sólo de un encuentro cada año, así que toda conjetura sería ciencia-ficción.

No obstante, antes de que se repita algún incidente racista y volvamos a los mismos argumentos sobados de siempre, déjenme acabar con esta reflexión: El que insulta o agrede no lo hace porque el otro sea de una raza u otra sino porque viste la camiseta equivocada (hay futbolistas negros en casi todas las plantillas del fútbol de élite). Para acabar con el racismo en el fútbol hay que acabar con el hooliganismo mal entendido. Los insultos cesarán el día que los cretinos entiendan que el dinero que pagan por una entrada no es una tarifa plana para hacer lo que a uno le venga en gana durante dos horas. Hay quien ya lo intentó, por cierto.

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