La inevitable añoranza del Camp Nou

El telón cayó ayer en un Camp Nou que ya no es el que era. Lejanos los tiempos en que encontrar una entrada para ver al Barça era poco menos que una quimera, el ecosistema del templo azulgrana ha cambiado, quién sabe si para siempre.

Apenas queda nada del romanticismo de otros tiempos. El abonado prefiere disfrutar del buen tiempo antes que del mal fútbol, de una cena en una terraza antes que de una siesta en una butaca o, como cantaba Serrat, “de un buen polvo a un rapapolvo”.

Acusado desde el día de su construcción de ser un silencioso teatro, el Camp Nou es hoy una atracción turística más que futbolística. Convendría, en cualquier caso, no desvincular una cosa de otra, porque tradicionalmente el socio ha poblado las gradas del estadio cuando lo que veía en el césped le animaba a hacerlo. Hoy, esos días pueden contarse con los dedos de una mano.

Un Camp Nou narcotizado

Tal es la metamorfosis del Camp Nou que el flamear de pañuelos tras una derrota es hoy un ondear de banderas, los pitos al mal juego son aplausos de dudoso merecimiento para el equipo y el runrún ante una mala jugada se ha transformado en una sarta de gritos malsonantes y cánticos sin ton ni son en ese artificio ubicado en el gol norte que se ha dado en llamar ‘grada d’animació’.

No existe exigencia porque el socio está aletargado o, lo que es peor, narcotizado. Y no hay nada peor para un aficionado al fútbol que en los últimos años se ha acostumbrado a la buena gastronomía que aburrirse degustando grasientos bocadillos de butifarra a 5 euros.

Una idea estupenda como el seient lliure ha ido pervirtiendo su intención original poco a poco, especialmente desde que hace unos meses el club decidió pagar a los abonados que cedieran su asiento tanto si este se vendía como si no, en un síntoma claro de que la directiva prefiere vender la localidad al turista antes que contar con el apoyo de los que presuntamente –algún día habrá que terminar con esa falacia– son dueños del club.

Adiós al círculo virtuoso

Abandonado el «caduco círculo virtuoso» –Bartomeu dixit– que volvió a llenar las gradas del estadio a base de triunfos y de un juego envidiado en todo el mundo, tiemblan los cimientos del modelo sobre el que se construyó el Barça dominador de la última década. Hoy quienes mandan califican sin rubor como “muy buena temporada” un subcampeonato de liga y una eliminación en cuartos de final de la Liga de Campeones y quién sabe si un título de Copa del Rey y nos conformamos, como hace 30 años, con ganar al Real Madrid o con una bota de oro para Leo Messi, el último clavo al que asirse para no caer en la más profunda de las depresiones.

El Barça tiene sobre la mesa la construcción el Nou Camp Nou, verdadera prioridad de quienes dirigen al club desde una perspectiva eminentemente financiera. Bien haría la directiva en no olvidar que se ocupa de conducir un club de fútbol y que su principal meta debe ser la consecución de títulos y la felicidad de sus aficionados. Si no se revierte la situación, si no se tiene claro cuál ha sido la filosofía que ha convertido al Barça en un referente del siglo XXI, corremos el riesgo de sentir dentro de unos años la más profunda de las añoranzas del Camp Nou.

Eso sí, todos a cubierto, resguardados de la lluvia y con una magnífica conexión wifi para que desde Tokio a Pretoria y desde Washington a Canberra, Instagram se llene de preciosas postales de lo que un día fue y está dejando de ser porque alguien piensa que es mejor tener el dinero en el banco que en el campo. Una vieja historia.

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