Decía Carlos Moyà que la Copa Davis es muy romántica. Pero los tenistas, quizás como tantos otros profesionales, no viven solo de lo romántico. Qué cierto. Pero qué triste que sea cierto.
Afortunadamente entre los muchos jugadores que han disputado la Davis hay unos cuantos que sí han luchado por ella con un halo de romanticismo. Da igual que no conceda mucho dinero. Ni muchos puntos. Poco importa que la final se juegue cuando se acaba la temporada, lejos ya de los focos de los aclamados Roland Garros o Wimbledon.
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Una serie de tenistas, una suerte de poetas a los que se les negó el pasaporte para situarse entre los más grandes de este deporte, encontraron en la Copa Davis un triunfo al que asirse y con el que compensar las amargas derrotas con las que fueron despedidos en el resto de los torneos que disputaron.
Henri Leconte fue uno de ellos. “Solo” logró llegar a ser finalista de Roland Garros. Pero en 1991, en Lyon, aquel tenista indomable tomó las riendas de un equipo que partía en clara desventaja ante los mastodónticos Estados Unidos y ejerció como un auténtico héroe galo. Leconte cosechó ante su público tres puntos y una fama tal vez demasiado efímera, como nacida del cuento de la Cenicienta. Ojalá el sublime revés a una mano que regalaba a los espectadores y el coraje con el que impregnó al resto de sus compatriotas para sobreponerse a los envites de los americanos no se borre nunca de las páginas de este deporte.
Radek Stepanek logró algo parecido a Leconte. Fue hace menos tiempo, en 2012, en Praga. Tampoco eran favoritos los checos, jugaban contra España. Pero Stepanek, entonces 31º del mundo, blandió también un precioso revés a una mano casi en extinción. Y ejecutó muchas voleas que deberían ser enseñadas en las escuelas donde los más pequeños sueñan con llegar muy lejos. Con el mismo aire de poeta maldito, le brindó a su país la anhelada Ensaladera de Plata, la única para la República Checa hasta la fecha. Por eso corría extasiado tras lograr el punto definitivo de la eliminatoria. Los galones, la experiencia y las ansias de una gran victoria se habían unido a la suerte para que esta vez la moneda le mostrara su mejor cara.
Como Leconte o Stepanek, ha habido muchos más a lo largo de la historia de la competición. Jugadores un tanto erráticos, agazapados bajo la losa que margina a los perdedores. Pero capaces de hacer brillar, por un instante, un talento indiscutible. Y, además, ante los suyos. En ese éxtasis de pasión en la grada y juego en la cancha en el que se convierte cada final de la Davis, ellos fueron capaces, esta vez sí, de besar la cima del éxito. Por fin lograban sonreír en una grandiosa competición. Por muy romántica que sea.